La luz en la calle Sagasta era
viva y cortante. A esa hora el cielo vertía luz por el espacio
con recio sesgo entre la sombra de la acera sur y el sol de la
acera norte. Buscamos el contraste de los pendolistas curiosos
por una y otra, descubriéndole los ángulos y las líneas más nítidas.
Las hojas tiernas de los árboles oscilaban con brío en el aire,
dándole a la calle su calidad vibrátil, en la sombra y en la luz,
con las gafas puestas o sin ellas. Son días de campaña electoral,
pero es de agradecer que no haya aquí ningún signo externo de
la campaña, ni carteles, ni rostros sonrientes de candidatos confianzudos,
ni consignas. Nada del ruido visual de los iconos. Lo cual da
idea, por lo demás, de la disminución de esta calle, donde se
conoce que hay poco que pescar. En su calorina de primavera tempranamente
avasallada por un aliento seco de verano, la calle estaba como
exenta de los trazos reales de la ciudad, volvía más valiosos
los espacios de sombra y silencio ceñido por el ruido urbano del
círculo exterior.
El siglo XIX, aquí, no ha sido derrocado, no del todo, se dice
uno. Los árboles que flanquean la calle Sagasta son plátanos de
buena envergadura, ahormados por las podas municipales al volumen
de su caja torácica de vertebrado urbano, con notable arrimo de
los troncos hacia las casas próximas, una querencia ciega. Por
el centro de la calle corre otra línea de árboles más jóvenes,
donde se alternan los álamos de corteza blanca y las acacias benéficas,
con hoja de un verde como de hierba cantábrica, brillante y fresco.
La calle Sagasta conserva aún el viejo espíritu de los bulevares
madrileños, ese espinazo que arquea el lomo a lo largo de la ciudad,
conectando las calles de la Princesa y del Marqués de Urquijo,
por un lado, con la plaza de Colón y con Goya, por el otro, o
el parque del Oeste con los barrios de Chamberí y de Salamanca.
En las dos orillas de la calle los árboles son altos y tupidos,
cubren regularmente una buena pieza de las fachadas de los edificios.
Por comparar, si los edificios de París, capital del exilio español,
también para el joven Sagasta, presentan al visitante una cara
razonable, franca, uniforme y hermosa, estos de aquí ocultan la
suya tras unos ramajes densos, corpulentos, exaltados. Lo que
en París es descaro, descaro chic, aquí es veladura, veladura
manchega, post-colonial, irónica, casi moruna. No son edificios
uniformes en absoluto, y adolecen de alguna fealdad, de salientes,
saledizos, balaustradas en exceso, elementos constructivos sin
resultado ni justificación. Responden a una arquitectura de casas
todas ellas significadas, cada una distinta de la de al lado,
en lo mayor o en lo menor del concepto de arquitectura. Al menos,
se atienen a la norma de no sobrepasar las seis alturas o siete.
Las hay que guardan la tradición galdosiana de la escalera profunda,
agazapada en la oscuridad, con piso principal y entresuelo. Recorro
las aceras con ánimo de flâneur, si acaso sabe uno lo que es eso.
La calle es breve, puede recorrerse a pie tranquilo en cinco minutos
de punta a cabo. Si miramos hacia poniente desde el cruce con
Luchana, Sagasta amplía su perspectiva con la extensión de Génova
y, más allá, con Torre España, ostentosamente erguida al fondo.
Ni en los portales, ni en las molduras, ni en los avisos varios
de las casas, aparecen indicios de cuándo fueron construidas,
de cuándo data la vieja urbanización. Sagasta murió en esta ciudad
en 1903. De ahí en adelante suponemos que prestó su nombre a la
débil memoria de la capital, para honrarle completo. Cien años
han movido su arena desde entonces. En el chaflán que forman Fuencarral
y Luchana una casa exhibe, esta sí, inequívocamente, en molduras
como escudos, sobre la azotea, la cifra de 1907 en tipos modernistas
altos, fecha que debe de valer, al muy poco más o menos, para
estas otras casas vecinas. Las fechas concuerdan, por tanto. No
queremos verificarlo, por el momento, en la precisión sintética
de las guías urbanas, ni en las historias de la ciudad, no las
tenemos a mano. Porque buscamos algo más que sólo la calle o la
documentación fidedigna sobre la calle. Buscamos, entre otras
curiosidades, algún memorial vivo del político Sagasta, aquel
riojano de cuello duro, levita cruzada como de almirante sin barco
y frente esclarecida. Sobre todo, algo por lo que Sagasta aún
aparezca en la conversación de los madrileños, sin que desdeñemos
sus pedestales ni sus muros de público homenaje. Allí al fondo
hay una estatua. Nos acercamos. No es él. Es la estatua erigida
a Alonso Martínez, figurado de pie, en bronce, con el hábito de
jurisconsulto, en el recuerdo y la estima de los juristas discípulos
suyos de Madrid. Fue ministro de más de un gabinete sagastino.
En los portales de la calle encontramos dos placas conmemorativas,
dos placas musicales, al maestro Alonso, en el número 30, y a
don Jesús Guridi, el de las melancólicas y dulces melodías vascas,
que a la altura del número 12 vivió y murió. Honor a ellos. Aunque
es de otro maestro, del maestro Serrano, la canción del enérgico
repertorio zarzuelero que más le va a don Práxedes, la canción
de Leonelo, al menos por lo que su juventud, la de un joven ingeniero
que rapta en Zamora a la recién casada (con otro), nos deja entrever,
el amor de toda su vida: «¡Mujeeeer, primorosa clavellinaaa...!».Tampoco
encontramos los viejos rótulos, “Viviendas con suministro de gas”,
“Ave María Purísima”, “Asegurada de incendios”, esas cosas. En
cambio, actuales y modernas, vemos las placas de los bufetes de
abogados, de los médicos protésicos, de una evanescente consultoría,
que se anuncian al viandante. Nada del escandaloso “Venéreas”,
que aún ostentan balcones del centro castizo de los Austrias.
No hay aquí cafeterías, ni bares, o apenas: no se los siente.
La cafetería Santander se adscribe mentalmente con facilidad,
por su vocación de huidiza esquina, antes que a Sagasta, a la
plaza de Santa Bárbara, vigilada desde la otra orilla por la estatua
del eminente hombre de leyes, garante y perspicaz. Así, la calle
Sagasta se ha quedado en calle para avanzar gestiones, en poco
más que en calle de paso. Sin embargo, aún queda algún pequeño
centro de enseñanza (las viejas academias donde se pagaba por
horas y nunca se fiaba), hay alguna farmacia, dos edificios oficiales
de la administración autonómica (para Salud y Trabajo), una tienda
de orientalismos New Age, un salón de rayos UVA para el bronceado
fashion de las modelos y una vieja librería. De modo que Sagasta,
con todo, a pesar de la merma, no se apaga. En la librería tampoco
veo avisos de las fechas en que se levantó todo esto. Es inevitable,
me acerco. Hay en el escaparate algunas guías e historias de la
ciudad. Me adentro. La librería está ahíta de libros, es un chiscón
de letras polvoriento. Se llama “El galeón”, donde naufragan estos
montones de libros, es inmediato el remoquete. Las pilas han sido
levantadas con sólo la inteligencia y el calculado descuido del
librero, sin orden ni concierto para los demás. Ahora no está,
ha salido a tomarse el cafelito, andará por alguna bocacalle.
En su puesto ha dejado de sustituto a un amigo, no muy perito,
que podría zozobrar. Vemos, por contra, que sí hay cierto orden
geométrico en las paredes, forradas de libros de suelo a techo,
únicas cuadernas que mantienen esto a flote. El resto es tránsito,
oleaje, geometría tumbadiza, algas revueltas puestas a secar,
espuma. El librero no vuelve, curioseo en algunas guías el dato
necesario. De lo expuesto o amontonado nada me tienta con la furia
de tener que llevármelo, sed mortal. Salvo quizá un volumen de
Kierkegaard, al que dejo pasar bajo el tacto temible, por no complicarme
la tarde en su lectura. En varios carteles se advierte: “Compramos
libros y bibliotecas completas, nos desplazamos a recogerlos”.
Con un punto de suave melancolía, salgo. Mi propia biblioteca,
un día, en algún sitio así, quizá éste mismo, también dejará su
espuma, hecha de la agitación con que fui reuniéndola. En ese
oleaje estamos. Al salir, la luz ofende la vista con violencia,
cruzo de nuevo en busca de la sombra. A este lado, dos calles
de trazado oblicuo ostentan nombres de inspiradora resonancia:
Churruca y Larra. No fue aquí donde Fígaro se inmoló al imposible
amor y la imposible España, pero le corresponde con justicia una
calle de limpio trazado, hondo, suave, romántico, como cumple.
En cuanto al heroico almirante de Trafalgar, es oportuno que su
calle desemboque en las anchuras de Sagasta. Entre Churruca y
Sagasta ocurre todo el siglo XIX español, la cohesión de la Nación,
con sus querellas sempiternas, la que ve desintegrarse el Imperio
en la ruina de sus escuadras, Trafalgar, La Habana, Santiago,
Cavite, Manila. Adiós, adiós ultramar; nos quedamos sin navíos.
Sólo nos queda la gloria del más viejo galeón. Churruca se dejó
la vida en el empeño contra la flota de Nelson, y Sagasta, por
su parte, viejo y ya fatigado, aceptó sobre los hombros, como
querían todos y clamaba Francisco Silvela, cargar con el peso
del Desastre, hágase la deshonra ante el yanqui emergente, para
que toda otra pérdida encontrara en ella su consuelo: «¡Más se
perdió en Cuba!». Sagasta se comió el marrón, en definitiva. Oigo
resonar mis pasos por la acera, qué sobresalto de ciudad para
los viejos hombres de alpargata y berlina, si un instante de gracia
les permitiera asomarse a la luz blanca de este día. Entro en
la cafetería Santander, voy ya de retirada, me acodo en la barra.
«Un tinto, por favor; si puede ser, más fresco que del tiempo.»
El camarero me sirve un paternina a buena temperatura, es pasable.
Hay comensales de plato combinado acodados también a la barra
o sentados a las mesas junto a los ventanales. Las conversaciones
son discretas, como a unos postres, se adivina en las frentes
la preocupación por los trabajos interrumpidos, enseguida se han
de reanudar. Con la segunda copa de vino le pregunto al camarero
si queda por allí cerca la calle de Cánovas, no sé si le pregunto
por provocarle o por una vaporosa malicia. «No, Cánovas no: aquí
lo que tenemos cerca es la calle Sagasta, ésta de aquí», y señala
con el dedo. «Ah, sí, gracias», le digo con un punto de sincero
aturdimiento. Mientras apuro mi copa advierto cómo la pregunta
ha hecho su recorrido por alrededor, inocente, insospechado, de
una forma autónoma, cada cual echando su particular cuarto a espadas
sin salirse de su plato de comensal y apenas de su círculo íntimo
de conversación. «Cánovas no tiene calle, tiene plaza, la de Neptuno;
o sea, que como si no la tuviera, porque por él nunca se la nombra.»
«Chico, pues de pequeño yo me creía que Cánovas y Sagasta eran
como Ortega y Gasset.» «Sí, crecimos muy burros.» «¡El XIX, nuestro
siglo XIX, mucho follón, mucho masón por entonces!» «Anda que
ése también... Y mucho carcamal y mucha reina puta.» Hay risas,
la plaza se caldea, democráticamente. «Sagasta, como el otro y
como los de ahora: unos trincones.» «No seas plebeyo, es muy fácil
abominar de la política y luego dejar que decidan siempre los
políticos.» «¿Abomiqué?» «Chica, pues a mí el XIX me encanta.
Anda que aquello de Alfonso XII, despidiéndose muy malito de la
reina, que la tenía embarazada y va y le dice: “Cristinita, guarda
el coño, y de Cánovas a Sagasta y de Sagasta a Cánovas”, qué bueno.»
Le pago al camarero y salgo de allí recordando el verso de un
goliardo de Pamplona. Madrid, el Foro, ciudad política. No tan
desmemoriada. Me dirijo a Atocha, a la Basílica de Atocha, pasando
por Neptuno, es decir, por Cánovas. Aún dispongo de una hora para
estas flâneries, si acaso sé lo que son. El día abrasa las extensiones
del sureste de la ciudad, que tiene atavismos de sed y carrizales.
Atocha arde con una respiración corta, bullente, abrasada. Por
estas latitudes persiste su vocación de poblachón manchego. La
estación del AVE exhibe sus modestos volúmenes de ladrillo rojo,
un reloj limpio, una hora precisa. Todas hieren y la última mata.
Orillando la colina de la Escuela de Ingenieros de Obras Públicas
y el viejo Observatorio Astronómico, encendido en una luz impracticable
para el ojo que escruta, me dejo caer por la rampa de la calle
Julián Gayarre y al fin llego al Panteón de Hombres Ilustres,
donde un soplo adecuado me ha puesto sobre aviso de que Sagasta
eternamente aquí reposa. La construcción tiene el aire de un paradójico
laicismo bizantino, circundada en su altura por una almena en
escalera con trenza de cruces griegas. Defienden el lugar una
alta reja y un vigilante solitario y ausente, que mide sus pasos
en la distancia. Hay por el exterior una línea de cipreses esbeltos,
que le dan la nota grave, y un seto bajo y más bien ralo en el
interior, unos arriates de tierra muy prieta y unos árboles finos,
joviales y bien cuidados, que lo hacen jardín vital y habitable:
algún madroño, algún laurel, algún cerezo, algunos tilos. La reina
regente doña Cristina de Habsburgo, que tan buenas migas hizo
con el afable Sagasta, impulsó todo esto, la virtud devota de
la memoria. Un alto vestíbulo, cubierto de mosaicos, acoge al
visitante. Arriba, un firmamento azul con estrellas doradas; a
los lados, las leyendas de la religión antigua de los patriotas:
«HONOR», «HEROÍSMO», «LEALTAD». Dentro, recuperadas las sombras,
por ningún rincón oscilan las llamas de la devoción o la memoria.
Es de agradecer que no haya olores de vela, sino los calientes
perfumes del jardín, un punto sofocados. Un claustro de altos
ventanales rodea por tres lados el patio de los rosales, rosas
sin énfasis, rosas rosas. En el rincón derecho del patio hay un
templete redondo con cúpula de gallones y una estatua en el remate
que es lo más parecido que tenemos en España a la estatua de la
libertad franco-americana, sólo que en pequeño, a nuestra escala,
se conoce. El tholo o templete es sepultura colectiva. En el centro
del patio se alza sobre pedestal una columna con la inscripción
«PRO PATRIA MORTUIS HONOR ET PAX», más una letra alfa y una omega,
en los límites de la tiniebla. Un desagravio para tanta muerte
violenta: aquí Cánovas, aquí Dato, aquí Canalejas, arrebatados,
yacen en sendos mausoleos. Plantar rosas rojas hubiera resultado
demasiado sangriento; en este sitio el buen gusto es no encontrarlas.
En los vértices de la galería dos cúpulas con pintura de celestial
trampantojo repiten en sendos fragmentos la misma leyenda latina,
“A los muertos por la Patria, etcétera”. La portan del pico, en
largas filacterias, dos palomas blancas de la paz. La paz eterna.
Por los rincones se repiten como buen cobijo los ramos de olivo
y de palma. En el primer cuerpo del claustro, a la izquierda,
nada más entrar, allí descansa mi hombre: «A SAGASTA - LOS LIBERALES
- MDCCCXXV-MCMIII», reza al pie una inscripción. Mariano Benlliure
cinceló en mármol blanco este Sagasta yacente, de finos perfiles,
manos de dedos nudosos, sereno estar. Como dormido. Al cuello
porta cincelado el Toisón de Oro, la distinción máxima. Al ingeniero,
al diputado, al ministro de la Gobernación y de Estado (hoy serían
ministerios de Interior y de Asuntos Exteriores), al Presidente
del Congreso, al frecuente Presidente del Gobierno. Con cada golpe
de la herramienta del escultor en la roca se debía dar forma de
homenaje al promotor de tantas reformas: ley de sufragio universal,
ley de jurados, ley de bases para el código civil, ley de reunión
y asociaciones, ley de libertad de imprenta, ley de libertad de
cultos, ley del matrimonio civil. La manta que cubre las piernas
de Sagasta por debajo de su levita tiene también el bordado del
Toisón. El mausoleo conviene rodearlo en el sentido de las agujas
del reloj, conforme avanza la vida: el recorrido ha de partir
desde su izquierda, donde está representado en relieve el escudo
riojano (tres castillos sobre un puente y el puente de muchos
ojos sobre un río), luego algunas fechas importantes (1854-1868-1886-1902)
y, al final, el escudo de la nación más ancha, con los viejos
reinos de Castilla, León, Aragón, Navarra y Granada y, en el centro,
las flores de lis de la dinastía de los Borbones. A los pies de
Sagasta aparece sentado un joven blousard, recio y decidido, con
cabeza de Montesquieu español, fuerte, remangado de blusa y pantalones,
con alpargatas de largo cordón y suela de esparto; el brazo izquierdo
lo apoya en unos evangelios abiertos (la virtud y el recto propósito)
y en el brazo derecho sujeta con firmeza una espada, bien dispuesta
para la lucha, la hoja cubierta de una rama de olivo y la empuñadura
con una cabeza frigia de la justicia (libertad, igualdad, fraternidad).
A la cabecera, una bella mujer semidesnuda vela el sueño de Sagasta.
Sensualmente torneada, ella escribe la Historia y por todo transita.
Me voy ya, hay demasiada muerte violenta en los otros mausoleos,
demasiada saña y rencor, y he de irme. Intercambio unas palabras
con el vigilante: «No suele venir nadie por aquí», me confía.
Mientras he deambulado por estos lugares ningún otro visitante
ha aparecido. «Bueno, alguna vez viene un grupo de algún colegio.
Poca cosa.» Salgo del Panteón, de tanto olvido. He de volver al
trabajo, arder un poco más en la contabilidad estéril de este
día. Civilizadamente, ordenadamente. Estoy deseando que por la
noche mi hija me llame, con cualquier excusa, y si acaso me intereso
por sus exámenes, por cualquier cosa, espero que me diga lo que
quiera, no me importa: «Bueno, sí, es un rollo. Lo leo, pero no
se me queda». Esas cosas. Comprobar que por debajo de eso tiene
viva la curiosidad, la que ella quiera. En realidad, sólo espero
oír su voz.
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