Tengo
quince años, una familia, amigos, metas por cumplir y mucha vida
por delante. Pero a tan corta edad, ya tengo una historia que
contar. Quizás una historia que no tiene fin, pues su fin tendrá
lugar a la vez que dé mi último suspiro; y todavía, espero que
me falte mucho por llegar a ese día. Vivo permanentemente en La
Tierra, en el continente Europeo, más concretamente en España
y exactamente en la provincia de Logroño, La Rioja. Digo todos
estos datos porque en este mundo los datos son importantes, y
además se pueden facilitar. No como en mi otro mundo. Allí el
tiempo golpeaba incesable pero nunca sabías cuánto. Allí no había
lugares, todo era igual. Allí lo único que me acompañaba era mi
soledad, mis pensamientos, mis deseos... No había nada más.
Sí, mi otro mundo.
Aunque espero no volver a verlo nunca. Antes vivía allí, sólo,
sin ninguna orientación, ni camino, iba a donde me llevara el
mar. Ese mar, bueno que tampoco sé si era un mar, un lago, una
laguna o simplemente un charco. Ya que nunca divisé donde acababa;
miento, vi sus orillas una vez. Creo que debería empezar a explicarme,
pero es difícil buscar un principio...
Recuerdo una imagen.
Mis amigos y yo. Llevaba un vaso en la mano, fuertemente agarrado,
como si fuera un trofeo de orgullo. Algo por lo que podía sentirme
superior a los demás. Un vaso lleno de kalimotxo. Tiene gracia
que algo tan insignificante hiciera sentirme tan seguro de mí
mismo. Del Kalimotxo pasamos a cosas más fuertes y a beber mayores
cantidades. Pero lo hacíamos poco a poco, casi sin darnos cuenta.
Ya no puedo recordar
cuándo fue la primera vez que abandoné la realidad, sólo recuerdo
lo que pasó, vagamente. Cerré los ojos y sentí caer al vacío.
Los abrí. Estaba en medio de lo que parecía ser un mar. Rodeado
de los mismos de antes. Ninguno decíamos nada del extraño lugar,
simplemente nos reíamos unos de otros. Discutíamos porque, a cada
uno, un trago de ahora, nuestro mar nos sabía distinto. Para unos
era tequila con limón, para otros vodka con naranja, para los
otros cuarenta y tres con lima... Creo que pasamos horas nadando,
riendo, discutiendo, antes de que prestara atención al paraje
en donde me encontraba. Era un vaso.
Nos encontrábamos en
el interior de un vaso medio lleno. En el que unos muros de cristal
infranqueables por lo altos y gruesos que eran, nos tenían encerrados.
Me acerqué a una de las paredes limítrofes e intenté mirar a través
del cristal. Veía formas de personas, colores, flashes... pero
todo estaba mezclado, borroso, como si las siluetas se movieran
a toda velocidad revolviéndose entre ellas, como en una pintura
abstracta. No lograba distinguir nada. Parecía ser la discoteca
pero estaba tan difuminado todo...
Empecé a inquietarme.
Creo que los demás también. Ya no reíamos, ni discutíamos, ni
nadábamos. Eso no era nadar. Era patalear, golpear el agua, atravesarla.
Pero se defendía. Nos golpeaba con olas tremendas que provenían
del choque con los cristales, y nos ahogaba. La gente vomitaba,
y cada vez que alguien lo hacía pataleábamos, gritábamos, llorábamos…
Estaba angustiado, me ahogaba. Las olas eran cada vez más y mayores.
Ese líquido ya no sabía bien. Era de un olor cada vez más putrefacto,
y su olor por desgracia lo acompañaba. Me encontraba desesperado.
¡Una salida! ¡Por favor, sacadme de aquí!, gritaba entre sollozos
e intentaba agarrarme a los muros. Pero era imposible. Resbalaban…
Pasó el tiempo. Descubrí que en lo alto, en lo más alto de los
muros se encontraban mis conocidos, otros amigos y Juan. Juan
es mi mejor amigo. Más tarde y en un lugar un tanto oscuro, logré
distinguir el perfil de mis padres, pero era raro. Parecían estar
dándome la espalda, como si no me vieran o no me quisieran ver.
Me imaginaba sus rostros, con una mirada fría, penetrando en el
horizonte como penetran los primeros rayos de luz en la mañana.
Me pregunto si me llevarían observando todo el tiempo.
El vaso se hacía día
a día más grande, más ancho. Ya no nadaba, simplemente me quedaba
flotando. Al levantarme de mi letargo descubrí que me encontraba
solo. Ya no tenía a ningún amigo conmigo. Quizás estuvieran a
la deriva, como yo. Quizás se habrían ahogado. Quizás consiguieron
salir del vaso, aunque me pareció la idea menos probable. Pues
aquella cárcel mental se adueñaba de todo pensamiento alegre,
de todo entusiasmo, de todo recuerdo inolvidable y lo tornaba
lastimoso, oscuro e inolvidablemente doloroso. Mientras imaginaba
qué sería de ellos, chocó contra mí algo frío. Era un hielo. Decidí
subirme a él para descansar pero tras numerosos intentos me fue
imposible. Al subirme en él, se hundía y me volvía a dejar en
la asquerosa charca de la que intentaba salir. Desistí en mis
intentos.
Pasó una eternidad
hasta que encontré un "bote" resistente. Una rodaja de naranja.
Me subí a ella e ilusionado contemplé mi alrededor. A los lados
oscuridad, ni siquiera lograba ver los muros, no, ya no. En el
cielo, negra oscuridad también. Pensé que o el vaso medio vacío
se había consumido o yo había menguado. Después de largo rato
me vino a la cabeza la siguiente idea: ¿cómo había caído la rodaja?
Igual ya estaba ahí, antes que yo. Igual la habían arrojado desde
lo alto como si de un salvavidas se tratara, quizás mis padres
me esperaban allí arriba. Igual la rodaja la había formado yo
a través de las cosas que me motivan: el deporte, los estudios,
mis amigos, mi familia… Fuera como fuese, el caso es que había
logrado salir del contacto con ese líquido podrido, que cada vez
odiaba más. Al que despreciaba. Lo miraba con odio, con recelo.
Deseaba metérmelo a la boca por el bello placer de escupirlo hasta
la última gota.
Tuve otros pensamientos.
La verdad es que en aquel lugar tenía tiempo para pensar mucho.
Pensé que quizás mis amigos se encontraban cada uno en su propio
vaso. Atrapados entre los muros de cristal con sus miedos, sus
ideas, pensamientos, inquietudes, es decir, con todo lo que llevaban
dentro de sí. Puesto que se encontraban solos; ¡intentando sobrevivir!
Todos menos Juan, mi
mejor amigo. Lo recordaba diciéndome que no bebiera, que soltara
el vaso. Recordaba cómo yo le contaba que no se preocupara tanto,
que sabía lo que estaba haciendo, que yo controlaba… Lágrimas
caían de mis apagados ojos. Lágrimas de culpabilidad, lágrimas
pecadoras, lágrimas que todavía me emborronaban más la visión.
Me sentía estúpido, humillado, insignificante, como un tonto.
Me encontraba preso gracias a mi propia voluntad. Me encontraba
solo porque yo lo había querido. Pero debía sobrevivir. Ser fuerte,
luchar, no me podía quedar ahí, no podía dejar que esa asquerosa
charca nauseabunda formara parte de mi vida. ¡No, no podía, no
debía permitirlo... ! Me dolía la cabeza...
Desperté. No quería
abrir los ojos. No quería, porque al mantenerlos cerrados todavía
existía la posibilidad de que todo hubiera sido una pesadilla
de la que acababa de despertar. Debí perder el conocimiento durante
largo rato debido a la emoción y agitación que había sufrido.
Me encontraba triste, cansado, cada vez más deprimido. Decidí
probar a abrir los ojos. Hice como si me despejara, como hago
cada mañana al levantarme de la cama día tras día, pero no. Allí
seguía prisionero en mi celda de cristal. Me sentía abandonado
como un perro a su suerte. Me faltaban las fuerzas. Pero cual
fue mi sorpresa al ver que me encontraba pegado al infranqueable
muro. Ya no estaba a la deriva, y para mayor júbilo, el borde
del vaso se encontraba tan sólo a dos palmos de mis manos totalmente
estiradas.
¿Cómo había crecido
tanto el nivel del mar? No lo sabía. Ni lo sabré nunca. Recapacité,
no podía saltar. Era demasiado peligroso. ¿Y si no llegaba a agarrarme
al borde y caía a la horrenda charca? ¿Y sí al caer hacía que
mí bote naufragara alejándose del muro? No tendría otra oportunidad
así... Además aunque lograra agarrarme al muro no tendría las
fuerzas suficientes para saltarlo. Me encontraba débil. Necesitaba
ayuda. Sólo una mano amiga que desde fuera me auxiliara. Sólo
eso. No era mucho pedir. Grité de angustia, pues me encontraba
en una soledad absoluta. Pregunté con voz en grito al cada vez
más silencioso vacío:
¡¿Hay alguien?!
¡¿Alguien puede oírme?!
¡Sabes quién soy! ¡Ayúdame!
¡No me des la espalda!
¡No cierres los ojos a la cruda realidad!
¡Sólo dame la mano!
Sólo dadme la mano...
Recibí mi respuesta.
El sonido de las aguas chocando contra el muro y tras él, figuras
borrosas de ciegos. Miles de ciegos que miraban por primera vez
a través del cristal, a su interior. Pero entre tantas y tantas
personas vislumbré tres siluetas de ojos puros. No existía duda
alguna, eran Juan y mis padres. Mi madre se subió en los hombros
de mi padre, ayudada de la mano de Juan, y estirando las manos
me dijo:
“Dos manos valen más
que una. Cógelas. No estás sólo. Ya pasó todo. Ya podemos irnos
a casa. No sabes cuánto tiempo te llevamos esperando”.
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