0717 21 Junio 2002
 
 
 
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Carta a Espartero

DomingoAlberto Martínez Martín

Primer Premio


       El pasado jueves, día 6, en el salón de Retratos de Alcaldes del Ayuntamiento, se hizo público el fallo del jurado de la XVII edición del Premio de Narración Breve ‘De Buena Fuente’. El Jurado, presidido por Mar San Martín, concejala de Cultura, e integrado por Carmen Fernández, en representación de la Fundación Caja Rioja; Javier Casis, por parte del Ateneo Riojano; Ricardo Ojanguren, escritor y ganador de la edición anterior; y Jorge Alacid, periodista, decidió conceder los siguientes premios:
       
Primer premio, dotado con 1.502 euros, al relato titulado ‘Carta a Espartero’, de Domingo Alberto Martínez Martín.
Segundo premio, dotado con 601 euros, al relato titulado ‘Fotos de hadas’, de Fernando Benito Labarta.
Accésit, dotado con 150 euros, al relato ‘La puerta’, de Jesús Ángel Teso Sáenz.
Accésit, dotado con 150 euros, al relato titulado ‘La Merced’, de Martín Torres Gaviria.
Accésit, también con 150 euros, al relato ‘La casa de los doce balcones’, de Fernando Benito Labarta.
Accésitt, con 150 euros, al relato ‘Ración de más’, de José Javier Tejada Martínez.


       Logroño, octubre de 184…
       
        Vos sabéis, pues no por nada me conocéis más que mi santa madre —a la que Dios guarde en su gloria— y que la comadre que a sus no menos santos aunque opulentos pechos me crió —y que sólo Dios sabe cómo andará ya, después de huir con un tenientillo de dragones, de piernas cortas pero pobladas patillas, hijo emérito del Languedoc, según creo, enamorado como Pepe Botella de España, del vino y sus mujeres… dispensad, señor, pero ya he perdido el hilo, pues que no soy carlista bien se ve en mi escasa costumbre de triscar por estos escarpados laberintos de negro sobre blanco; hombre de armas soy, mas no de letras.

       
        A Dios gracias —y la Trinidad completa— que precisamente de esto lucubraba: yo, señor mío, hombre soy menos de letras que de armas; acostumbrado a afilar el acero, no la pluma, y a ensartar cara a cara a mi adversario, no por la espalda con sibilinas palabras. Aun con todo, me veo ahora en el brete de, cual moderna Aracné, enredarme en estos menesteres por la distancia que nos separa, y por la carta que de vuestro puño y letra no ha mucho llamó acuciante a mi puerta, despertándome de lo que yo temí letargo secular, como voz que a la entrada del sepulcro ordenase: ¡Lázaro, levántate y anda!
        Me aburro, amigo mío. Desde que estoy recluido en este convento que es mi casa, el palacio de los marqueses de Covarrubias, desde que os fuisteis a esos lares de brumas y grises, yo me aburro mortalmente. Consumo las horas al calor del fuego, en la biblioteca, con un volumen en las manos que generalmente ni me molesto en hojear; y la lluvia, al repicar en los cristales, me trae el eco de los tambores, de los cañones, ¿os acordáis?, y rememoro las batallas y a vos, que tan lejos me parecéis. Mientras Jenofonte y Maquiavelo crían polvo en algún estante olvidado, yo releo al elocuente Cicerón, maestro de oradores, quien solía iniciar sus epístolas de la siguiente forma: estáis bien, me alegro; por mi parte me encuentro bien. Espero y deseo que Inglaterra, patria de Shakespeare y Newton, os haya acogido con los brazos abiertos; yo, por mi parte, no puedo estar peor. Me hallo mortalmente hastiado, y creo que los achaques se me reproducen no tanto por la vejez y el invierno —aunque tengo para mí que buena parte de culpa la tiene un doctorcillo que para un mal que no quita me receta ciento, matasanos con tanto pelo como calavera, que no habla idioma humano, por cuyos bigotes he adivinado más de un suspiro en mis criadas… en fin, decía que no son otros sino tedio y amargura los culpables de que a grandes trancos me acerque a la huesa.
        No puedo más en esta España que no es imperio ni nada que se le parezca, donde ya se pone el sol, y sólo se ven sombras… y fantasmas. Esta España de moscas, de callejas mal empedradas salpimentadas por los cagafierros de pencos y matalones, de clerigalla, de hembras sin cerebro ni instrucción, bostezando unas tras las rejas, urdiendo otras sus embustes por esquinas y rincones, de pícaros, trotaconventos y chulos embozados, que sólo piensan en las fechorías de los bandoleros, y en las estocadas de los matadores. A nadie le interesa España, su atraso secular, su hedor a incienso y boñiga, sus rezos, rosarios y olés, las tierras despobladas y los campesinos miserables, la pereza y la siesta, el comercio, la industria —¿qué industria, vive Dios?—, los caminos peligrosos e impracticables, la absoluta carencia de canales y ríos navegables… podría seguir así, y vos lo sabéis, hasta la náusea. A nadie le interesa España, inmersa en un marasmo perpetuo; por las plazas sólo se vive para ver morir en el ruedo, por las callejuelas de navajas y ¡agua va! sólo se discute sobre la cualidad de tal o cual matanza, de este o aquel torero, que las matronas se rifan con calor y denuedo, mientras sus esposados, aguardando el descabello, sonríen orondos y satisfechos. Y, lo demás, es siesta.
        A nadie parece importarle España. A vos, que os interesa, os expulsaron de ella; y a mí… bueno, yo es como si estuviese con vos en Londres. El clima es parecido, la lluvia, al igual que esa eterna amante despechada mal llamada Muerte, golpea insistentemente en los cristales, y yo tengo las manos atadas.
        Ya decía Sancho que las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los hombres; pero que si los hombres las sienten demasiado, se convierten en bestias. Pues bien, señor, levantemos los corazones y confiemos en el futuro, aunque el cielo sobre nuestra España sea tan negro como los sayos raídos de esa ralea clerical. En este crudo invierno corren uno tras otro idénticos días. El cielo se ilumina cada mañana de tristes nubarrones y las lluvias taladran sordamente el empedrado. Hace tiempo que no salgo de casa. Quizá sea la edad, pero esta sociedad hipócrita y de segunda mano, que importa sus modas con un retardo de meses desde allende los Pirineos, me asquea. Prefiero quedarme en el hogar, al calor del fuego, y repartir el tiempo entre mi familia y los clásicos, cuyas obras me ayudan a sobrellevar mal que bien el peso de la existencia. Allí están Séneca y Julio César, Epicteto y Marco Aurelio… ¿Qué tendrá el cielo contra nosotros que nos envió desde Bayona vía Valençay —como pésima moda parisina— a Fernando y no a Marco Aurelio? ¿Qué habremos hecho para merecer Calígulas en lugar de Adrianos? ¿Dónde están esos monarcas medievales que pregonan las crónicas, con acero en las venas y sangre en las manos? Ubi sunt?
        ¡Dónde! ¿Y yo me lo pregunto? Están… ¡en el exilio!
        Mi único consuelo es, como os digo, mi casa, que con tanta frecuencia os he ponderado, y a la que con no menor insistencia os invité. Circunstancias que nos son ajenas, y a ambos por igual desagradables, han puesto países y océanos entre nosotros. No veo otra solución sino pintaros un pálido reflejo, un bosquejo al carboncillo con mano temblorosa e ignara del lugar donde habito. Y, aunque soy tan mal pintor como escritor, acaso peor, manos a la obra, por Santiago: el palacio de los marqueses de Covarrubias se construyó en el ocaso de la pasada centuria —entre los años de 1780 y 1785, si me apuráis—. La raigambre de nuestro apellido obligaba al corazón urbano como ámbito geográfico. Mis antepasados, sin embargo, no se embriagaron de su poder, como frecuentemente antes y ahora ha ocurrido con tantos nobles. No erigieron una obra que atemorizase al viandante, quien, cada día, abismado en sus problemas, meditabundo, evitando siempre que puede los charcos y soltando alguna altisonante interjección cuando no lo consigue, pasa junto al edificio. En su palacio debía predominar la línea horizontal, la claridad y regularidad de formas, así como una nítida matización de los materiales, sin incurrir por ello en efectos pictóricos. Querían un interior habitable
        —pues, al fin y a la postre, su hogar habría de ser, ámbito de reunión y negocios, lugar donde criar a sus hijos y ver crecer a sus nietos—, y un exterior elegante sin ostentación desmedida. El palacio de los marqueses de Covarrubias debía lucir como una gran dama, no desentonar cual emperifollada cocotte.
        Desde la base cuadrangular se elevan varias alturas, existiendo claras diferencias entre las primera y las superiores. La planta está compuesta por grandes sillares. La puerta siempre se encuentra abierta para quien pide hospitalidad; no así las ventanas, que, como convendréis, no son lugar de entrada ni salida —aunque nuestra curia por tal las tenga—, y permanecen protegidas por una telaraña de rejas. Una moldura, como frontera entre países vecinos, delimita los territorios del primer piso y los superiores. Estos, los pisos nobles, se visten de ladrillos menudos, abriéndose sus vanos a la calle merced a balconadas de forja. Como coronación, en fin, aparece un alero volado cubierto de tejas.
        Por sus salones señoriales mi familia y criados me ven pasear a veces, como alma en pena; y no otra cosa debo parecer: el cabello desordenado y encanecido, ojos febriles, somnolientos, enclavados así que pendones rotos en el campo de batalla que, pálido, arrugado, por todo rostro me resta, el cuerpo consumido, desaliñado el traje; Contemplo con arrobo los majestuosos retratos de mis antepasados, sus miradas altivas que empequeñecen el alma, sus poses orgullosas; en los tapices que revisten las paredes, los aceros chocan con estrépito, saltan chispas, musculosos, sudorosos caballos de guerra se revuelven y pisotean hasta triturar tal que uvas maduras a los caídos, que se hunden en el barro, los rostros, descompuestos unos por una pasión caníbal, crispados otros en la agonía que es antesala de la muerte; la sangre. La vida.
        Luego, me asomo a los ventanales, y dejo vagar la vista por el escenario de la existencia, por las calles empapadas, por los callejones de este país exhausto, de esta tierra de arciprestes que buscan barraganas, de mancebas que persiguen toreros, y de toreros que, cansados de holgar, duermen la siesta; bailando todos ellos, sin darse cuenta, una tragicómica danza de la muerte. Tengo la triste sensación de que si en África se juntase una horda de marruecos arrojados, con algo de orden y media docena de alfanjes, tantos siglos después volverían a cobrar esta fruta podrida de España.
        Esta carta que ha visto el sol entre chanzas agoniza, como yo, consumida por la bilis; doblan lentamente las campanas. Hora es pues, de suministrarle la extremaunción… vos, caballero, habéis desperdigado buena parte de vuestra existencia por campamentos coloniales y peninsulares; vos, desde Inglaterra, podréis responder mejor que yo a mi última duda: ¿dónde, amigo mío, dónde y cuándo los españoles, descendientes de Viriato, el Cid y don Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, dónde, cuándo y ante quién esta raza maldita que conquistó Europa y el sol, esos mismos españoles, dónde, por Dios, perdimos la sangre y el honor? Vos y yo sabemos que en este mundo ya poco o nada merece la pena. Que este mundo, como decía Quevedo, es juego de bazas, y que sólo el que roba triunfa y manda.
      

  Vuestro amigo,
        Marqués de Covarrubias

 

 

©Ayuntamiento de Logroño. Periodico Digital: DE BUENA FUENTE 2002