A Dios gracias —y la
Trinidad completa— que precisamente de esto lucubraba: yo, señor
mío, hombre soy menos de letras que de armas; acostumbrado a afilar
el acero, no la pluma, y a ensartar cara a cara a mi adversario,
no por la espalda con sibilinas palabras. Aun con todo, me veo
ahora en el brete de, cual moderna Aracné, enredarme en estos
menesteres por la distancia que nos separa, y por la carta que
de vuestro puño y letra no ha mucho llamó acuciante a mi puerta,
despertándome de lo que yo temí letargo secular, como voz que
a la entrada del sepulcro ordenase: ¡Lázaro, levántate y anda!
Me aburro, amigo mío.
Desde que estoy recluido en este convento que es mi casa, el palacio
de los marqueses de Covarrubias, desde que os fuisteis a esos
lares de brumas y grises, yo me aburro mortalmente. Consumo las
horas al calor del fuego, en la biblioteca, con un volumen en
las manos que generalmente ni me molesto en hojear; y la lluvia,
al repicar en los cristales, me trae el eco de los tambores, de
los cañones, ¿os acordáis?, y rememoro las batallas y a vos, que
tan lejos me parecéis. Mientras Jenofonte y Maquiavelo crían polvo
en algún estante olvidado, yo releo al elocuente Cicerón, maestro
de oradores, quien solía iniciar sus epístolas de la siguiente
forma: estáis bien, me alegro; por mi parte me encuentro bien.
Espero y deseo que Inglaterra, patria de Shakespeare y Newton,
os haya acogido con los brazos abiertos; yo, por mi parte, no
puedo estar peor. Me hallo mortalmente hastiado, y creo que los
achaques se me reproducen no tanto por la vejez y el invierno
—aunque tengo para mí que buena parte de culpa la tiene un doctorcillo
que para un mal que no quita me receta ciento, matasanos con tanto
pelo como calavera, que no habla idioma humano, por cuyos bigotes
he adivinado más de un suspiro en mis criadas… en fin, decía que
no son otros sino tedio y amargura los culpables de que a grandes
trancos me acerque a la huesa.
No puedo más en esta
España que no es imperio ni nada que se le parezca, donde ya se
pone el sol, y sólo se ven sombras… y fantasmas. Esta España de
moscas, de callejas mal empedradas salpimentadas por los cagafierros
de pencos y matalones, de clerigalla, de hembras sin cerebro ni
instrucción, bostezando unas tras las rejas, urdiendo otras sus
embustes por esquinas y rincones, de pícaros, trotaconventos y
chulos embozados, que sólo piensan en las fechorías de los bandoleros,
y en las estocadas de los matadores. A nadie le interesa España,
su atraso secular, su hedor a incienso y boñiga, sus rezos, rosarios
y olés, las tierras despobladas y los campesinos miserables, la
pereza y la siesta, el comercio, la industria —¿qué industria,
vive Dios?—, los caminos peligrosos e impracticables, la absoluta
carencia de canales y ríos navegables… podría seguir así, y vos
lo sabéis, hasta la náusea. A nadie le interesa España, inmersa
en un marasmo perpetuo; por las plazas sólo se vive para ver morir
en el ruedo, por las callejuelas de navajas y ¡agua va! sólo se
discute sobre la cualidad de tal o cual matanza, de este o aquel
torero, que las matronas se rifan con calor y denuedo, mientras
sus esposados, aguardando el descabello, sonríen orondos y satisfechos.
Y, lo demás, es siesta.
A nadie parece importarle
España. A vos, que os interesa, os expulsaron de ella; y a mí…
bueno, yo es como si estuviese con vos en Londres. El clima es
parecido, la lluvia, al igual que esa eterna amante despechada
mal llamada Muerte, golpea insistentemente en los cristales, y
yo tengo las manos atadas.
Ya decía Sancho que
las tristezas no se hicieron para las bestias, sino para los hombres;
pero que si los hombres las sienten demasiado, se convierten en
bestias. Pues bien, señor, levantemos los corazones y confiemos
en el futuro, aunque el cielo sobre nuestra España sea tan negro
como los sayos raídos de esa ralea clerical. En este crudo invierno
corren uno tras otro idénticos días. El cielo se ilumina cada
mañana de tristes nubarrones y las lluvias taladran sordamente
el empedrado. Hace tiempo que no salgo de casa. Quizá sea la edad,
pero esta sociedad hipócrita y de segunda mano, que importa sus
modas con un retardo de meses desde allende los Pirineos, me asquea.
Prefiero quedarme en el hogar, al calor del fuego, y repartir
el tiempo entre mi familia y los clásicos, cuyas obras me ayudan
a sobrellevar mal que bien el peso de la existencia. Allí están
Séneca y Julio César, Epicteto y Marco Aurelio… ¿Qué tendrá el
cielo contra nosotros que nos envió desde Bayona vía Valençay
—como pésima moda parisina— a Fernando y no a Marco Aurelio? ¿Qué
habremos hecho para merecer Calígulas en lugar de Adrianos? ¿Dónde
están esos monarcas medievales que pregonan las crónicas, con
acero en las venas y sangre en las manos? Ubi sunt?
¡Dónde! ¿Y yo me lo
pregunto? Están… ¡en el exilio!
Mi único consuelo es,
como os digo, mi casa, que con tanta frecuencia os he ponderado,
y a la que con no menor insistencia os invité. Circunstancias
que nos son ajenas, y a ambos por igual desagradables, han puesto
países y océanos entre nosotros. No veo otra solución sino pintaros
un pálido reflejo, un bosquejo al carboncillo con mano temblorosa
e ignara del lugar donde habito. Y, aunque soy tan mal pintor
como escritor, acaso peor, manos a la obra, por Santiago: el palacio
de los marqueses de Covarrubias se construyó en el ocaso de la
pasada centuria —entre los años de 1780 y 1785, si me apuráis—.
La raigambre de nuestro apellido obligaba al corazón urbano como
ámbito geográfico. Mis antepasados, sin embargo, no se embriagaron
de su poder, como frecuentemente antes y ahora ha ocurrido con
tantos nobles. No erigieron una obra que atemorizase al viandante,
quien, cada día, abismado en sus problemas, meditabundo, evitando
siempre que puede los charcos y soltando alguna altisonante interjección
cuando no lo consigue, pasa junto al edificio. En su palacio debía
predominar la línea horizontal, la claridad y regularidad de formas,
así como una nítida matización de los materiales, sin incurrir
por ello en efectos pictóricos. Querían un interior habitable
—pues, al fin y a la
postre, su hogar habría de ser, ámbito de reunión y negocios,
lugar donde criar a sus hijos y ver crecer a sus nietos—, y un
exterior elegante sin ostentación desmedida. El palacio de los
marqueses de Covarrubias debía lucir como una gran dama, no desentonar
cual emperifollada cocotte.
Desde la base cuadrangular
se elevan varias alturas, existiendo claras diferencias entre
las primera y las superiores. La planta está compuesta por grandes
sillares. La puerta siempre se encuentra abierta para quien pide
hospitalidad; no así las ventanas, que, como convendréis, no son
lugar de entrada ni salida —aunque nuestra curia por tal las tenga—,
y permanecen protegidas por una telaraña de rejas. Una moldura,
como frontera entre países vecinos, delimita los territorios del
primer piso y los superiores. Estos, los pisos nobles, se visten
de ladrillos menudos, abriéndose sus vanos a la calle merced a
balconadas de forja. Como coronación, en fin, aparece un alero
volado cubierto de tejas.
Por sus salones señoriales
mi familia y criados me ven pasear a veces, como alma en pena;
y no otra cosa debo parecer: el cabello desordenado y encanecido,
ojos febriles, somnolientos, enclavados así que pendones rotos
en el campo de batalla que, pálido, arrugado, por todo rostro
me resta, el cuerpo consumido, desaliñado el traje; Contemplo
con arrobo los majestuosos retratos de mis antepasados, sus miradas
altivas que empequeñecen el alma, sus poses orgullosas; en los
tapices que revisten las paredes, los aceros chocan con estrépito,
saltan chispas, musculosos, sudorosos caballos de guerra se revuelven
y pisotean hasta triturar tal que uvas maduras a los caídos, que
se hunden en el barro, los rostros, descompuestos unos por una
pasión caníbal, crispados otros en la agonía que es antesala de
la muerte; la sangre. La vida.
Luego, me asomo a los
ventanales, y dejo vagar la vista por el escenario de la existencia,
por las calles empapadas, por los callejones de este país exhausto,
de esta tierra de arciprestes que buscan barraganas, de mancebas
que persiguen toreros, y de toreros que, cansados de holgar, duermen
la siesta; bailando todos ellos, sin darse cuenta, una tragicómica
danza de la muerte. Tengo la triste sensación de que si en África
se juntase una horda de marruecos arrojados, con algo de orden
y media docena de alfanjes, tantos siglos después volverían a
cobrar esta fruta podrida de España.
Esta carta que ha visto
el sol entre chanzas agoniza, como yo, consumida por la bilis;
doblan lentamente las campanas. Hora es pues, de suministrarle
la extremaunción… vos, caballero, habéis desperdigado buena parte
de vuestra existencia por campamentos coloniales y peninsulares;
vos, desde Inglaterra, podréis responder mejor que yo a mi última
duda: ¿dónde, amigo mío, dónde y cuándo los españoles, descendientes
de Viriato, el Cid y don Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran
Capitán, dónde, cuándo y ante quién esta raza maldita que conquistó
Europa y el sol, esos mismos españoles, dónde, por Dios, perdimos
la sangre y el honor? Vos y yo sabemos que en este mundo ya poco
o nada merece la pena. Que este mundo, como decía Quevedo, es
juego de bazas, y que sólo el que roba triunfa y manda.
Vuestro amigo,
Marqués de Covarrubias
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