El Camino de Santiago y el Fuero impulsaron la transformación de un pequeño núcleo de población de forma sensiblemente lineal a una ciudad amurallada que controlaba el paso del Ebro. El cerco defendía la ciudad, pero también, con el paso del tiempo, provocó una densificación que reclamaba nuevos espacios y modelos de crecimiento. Con el siglo XIX llegaron los últimos años de las murallas, con acontecimientos como la guerra de la Independencia, la desamortización de los bienes de la Iglesia y las guerras carlistas, que dejaron su huella en el trazado urbano y en los grandes edificios de la ciudad.

El ensanche del siglo XIX fue restando protagonismo al núcleo original, organizándose en torno a El Espolón, y creciendo en todas las direcciones (excepto el norte, bloqueado por el Ebro) y adaptándose en gran medida a unos ejes ortogonales generados por las salidas a Zaragoza y Soria. El ferrocarril fue una novedad que aglutinó usos industriales y formó la segunda barrera al crecimiento.

Siguiendo esas pautas el siglo XX fue testigo de un crecimiento moderado, hasta que a finales de la década de los 50 se trasladó el ferrocarril y se inició una etapa de rápido crecimiento. El dominio de la manzana cerrada y la escasez de dotaciones dio lugar a una ciudad muy concentrada, que intentó mejorar en los últimos años racionalizando la ubicación de la industria, creando zonas verdes y dotaciones y proponiendo nuevos modelos de crecimiento.